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Recientemente se ha abierto un debate cuanto menos llamativo en plena Corte Suprema del Reino Unido: cuál debe ser la definición legal de "mujer".
Este caso surge a partir de una disputa sobre si una ley escocesa, que busca promover el equilibrio de género en las juntas públicas, debe incluir a mujeres trans con un certificado de reconocimiento de género. La organización For Women Scotland llevó el asunto al tribunal, argumentando que los derechos basados en el sexo biológico están en riesgo y que la inclusión de mujeres trans en esta definición perjudicaría las oportunidades y derechos específicos de las mujeres llamadas “cisgénero”; es decir: no-trans o simplemente “mujeres”.
La función de los tribunales reducida al absurdo
¿Desde cuándo los jueces tienen el derecho de decidir lo que significa ser mujer? La sola pregunta resulta absurda, pero, increíblemente, hoy la Corte Suprema del Reino Unido se encuentra en la posición de dictar un concepto tan fundamental y básico para la identidad de la mitad de la población mundial.
Esta situación es una afrenta al sentido común y un retroceso monumental para el respeto a la autonomía femenina. Porque, si un tribunal tiene la autoridad de redefinir lo que significa ser mujer, entonces ¿qué otro aspecto esencial de la identidad humana queda exento de interpretación judicial? ¿Hasta dónde puede llegar el sistema para imponer definiciones desde el poder?
Este juicio —que decide sobre el derecho de las mujeres a definirse a sí mismas— resulta ser una de las expresiones más profundamente patriarcales que existen: que un juez, o cualquier institución, tome la decisión de definir lo que significa ser mujer es, en sí mismo, una práctica de control. Es un intento de dictar qué son las mujeres y cómo deben entenderse.
Esta injerencia de los tribunales en el concepto de "mujer" ignora algo evidente: ser mujer es una realidad que no se presta a debates ni permisos, porque es una cuestión de biología. Así de claro.
Y sí, el debate incluye una pregunta fundamental: ¿también vamos a debatir lo que significa ser "hombre"? ¿O solo el concepto de "mujer" es el que puede manipularse, reinterpretarse y adaptarse a conveniencias políticas o ideológicas? Este doble estándar habla de cómo la estructura patriarcal sigue intacta: siempre sobre el cuerpo y los derechos de las mujeres.
Al final, que un tribunal dicte el significado de "mujer" no solo es una injusticia, sino un reflejo de cómo las instituciones continúan socavando la independencia y la identidad de las personas. Hoy el sistema judicial se arroga el derecho de imponer la definición de algo que es inmutable.
Quitar la voz a las mujeres
Este debate sobre la definición de "mujer" está en manos de una élite de políticos, jueces y activistas que están muy lejos de representar la realidad diaria de la mayoría de las mujeres. Resulta irónico, e incluso insultante, que quienes controlan esta discusión no experimenten ni comprendan la vivencia cotidiana de ser mujer, con sus desafíos, luchas y derechos históricos. Son personas que, desde el poder, y en nombre de la inclusión y el progreso, buscan imponer una definición que diluye la identidad femenina.
En esta disputa, las voces de las mujeres que se verán más afectadas han sido minimizadas o ignoradas. Se da la paradoja de que, en una era que proclama el derecho a la autodeterminación y en el que las políticas identitarias han sustituido otras luchas sociales, se les niega a las mujeres el derecho básico de definir qué son.
La realidad es contundente: la definición de "mujer" no necesita de interpretaciones ambiguas ni de discursos que incluyan a quienes no nacieron mujeres. Ser mujer es una experiencia y una identidad vinculada a realidades biológicas que no se adaptan a cualquier individuo. La definición no incluye, ni debe incluir, a hombres bajo ninguna circunstancia. Esta manipulación del lenguaje coloca a las mujeres en una posición de constante reinterpretación y subordinación a criterios externos.
Las contradicciones de las ideologías postmodernistas
En la actualidad, el concepto de "mujer" está siendo objeto de una reinterpretación impulsada por ideologías postmodernistas que, en su afán de inclusión, buscan diluir y redefinir lo que significa ser mujer. Esta tendencia ideológica sostiene que el género es únicamente una construcción social y que, por tanto, cualquier individuo que lo desee puede “identificarse” como mujer, independientemente de su biología o su realidad corporal. Esta postura no solo ignora la naturaleza y los hechos biológicos, sino que entremezcla torticeramente el sexo con la posición que ocupamos en la jerarquía que conocemos como “género”.
La ideología postmodernista que promueve estas definiciones ambiguas tiene una contradicción esencial: bajo el pretexto de la inclusión, termina por borrar las particularidades de lo que significa ser mujer. Al adoptar una visión donde el género puede ser cualquier cosa que uno elija, se ignora la realidad de las mujeres que, a lo largo de la historia, han enfrentado opresión, discriminación y violencia basadas precisamente en su sexo biológico. Las mujeres no enfrentan desigualdad por una construcción social; enfrentan desigualdad debido a realidades físicas, biológicas y sociales que las distinguen y que no pueden ser “elegidas” o redefinidas por ideologías.
Nuevos dilemas: las categorías deportivas segregadas
Nadie nace “trans”. La transexualidad es un invento que responde a contextos concretos y que funciona para favorecer, una vez más, a los hombres.
Lo estamos viendo claramente en las competiciones deportivas. Hombres auto identificados como mujeres ganan carreras, combates y partidos. Dejan fuera de las clasificaciones a mujeres que llevan toda la vida preparándose.
El informe “Violencia contra las mujeres y las niñas, sus causas y consecuencias”, publicado en agosto de 2024 y presentado ante la Asamblea de la ONU por Reem Alsalem, Relatora Especial de la ONU sobre la Violencia contra las Mujeres y las Niñas, es demoledor en este sentido.
“Las políticas aplicadas por las federaciones internacionales (...) junto con la legislación nacional de algunos países, permiten a los varones que se identifican como mujeres competir en categorías deportivas femeninas. (...) La sustitución de la categoría deportiva femenina por una mixta ha ocasionado que cada vez más mujeres deportistas pierdan oportunidades, como medallas, cuando compiten con varones. Según la información recibida, hasta el 30 de marzo de 2024, más de 600 deportistas femeninas perdieron más de 890 medallas en más de 400 competiciones de 29 deportes distintos (...) A fin de evitar la pérdida de una oportunidad equitativa, los varones no deben competir en las categorías femeninas del deporte.”
Por regla general, los deportistas que acceden a categorías femeninas desde una realidad trans arrastran una carrera mediocre hasta que cumplen con procesos de hormonación y socialización mínimos pero suficientes para ser considerados “mujeres”, y así poder destrozar marcas con todo el apoyo institucional.
Desde esta nueva posición, no solo ganan reconocimiento, sino patrocinios y dinero. Las marcas, sobre todo las más woke ven en estos atletas una oportunidad para proyectar una imagen de inclusión y progresismo, alineándose con las tendencias sociales de aceptación y diversidad. Estos patrocinios suelen enfocarse en promover la narrativa de que cualquier persona debería poder competir en la categoría con la que se identifica, sin considerar los impactos para las mujeres.
Los ministros de Igualdad del G7 (Alemania, Canadá, EEUU, Francia, Italia, Japón y Reino Unido), reunidos en Italia el octubre pasado, firmaron una declaración conjunta para “reafirmar el compromiso colectivo de proteger, promover y hacer realidad los derechos de todas las mujeres y niñas”, garantizando “la igualdad de oportunidades para las mujeres y las niñas en las actividades deportivas en todos los ámbitos, como el acceso, el entrenamiento, la formación, la competición, la remuneración y los premios” y reconociendo “la importancia de que las competiciones deportivas para todas las mujeres y niñas se basen en normas compartidas transparentes, pertinentes y basadas en pruebas científicas”, evitando así la falta de equidad.
Las raíces económicas de la industria del género
La identidad de género ha pasado de ser un tema de derechos humanos a convertirse en un nicho de mercado altamente rentable para las farmacéuticas, que comercializan tratamientos hormonales y medicamentos asociados a los procesos de transición, creando una fuente constante de ingresos, la biomedicina, que impulsa la cirugía de reasignación de género y otros procedimientos estéticos, satisfaciendo una demanda creciente, y la tecnología, a través de la validación constante de esos “deseos” y “sentimientos” individuales y profundos (y sobre los cuales no se puede debatir) que llamamos identidad de género.
Este fenómeno alimenta un consumo compulsivo de productos y servicios relacionados con la transición, bajo la idea del borrado del sexo y que por tanto todos podemos ser trans.
Así lo refleja el vasto trabajo desarrollado durante años por Jennifer Bilek, una escritora y activista estadounidense muy crítica con la industria de la identidad de género y sus vínculos con el capitalismo y la biomedicina.
Según Bilek, la lucha feminista por los derechos de las mujeres, y la denuncia de la homofobia son importantes para comprender lo que está sucediendo en el ámbito transgénero, pero no son los motores de esta industria. Las verdaderas raíces de este movimiento están en un capitalismo corporativo “voraz y patológico”, que está colonizando las últimas áreas de la vida humana, con los cuerpos y la identidad sexual como próximo objetivo.
Veamos con ejemplos de lo que estamos hablando, poniendo sobre la mesa nombres y cifras.
Fabrice Houdart, ex miembro del Banco Mundial y la ONU, es ahora director general de Out Leadership, una organización global que promueve el liderazgo LGBT+ dentro de grandes corporaciones. Houdart trabaja con más de 80 de las empresas más grandes del mundo, ayudándolas a aprovechar el mercado LGBT+, que se estima en 3,7 billones de dólares.
Por otro lado, Todd Sears, fundador de Out Leadership, creó el primer equipo de asesores financieros de Wall Street enfocados en la comunidad LGBT+, atrayendo 1.5 mil millones de dólares en activos nuevos. Este enfoque demuestra cómo los temas LGBT+ ya no son solo cuestiones de derechos humanos, sino también enormes oportunidades de negocio, impulsadas por las corporaciones más poderosas del mundo.
Beth Brooke-Marciniak, reconocida por Forbes como una de las mujeres más poderosas del mundo, ha invertido millones de dólares en transformar los departamentos de inclusión y diversidad de grandes corporaciones, como Ernst and Young (EY). Se unió en 2016 a una iniciativa llamada Out WOMEN, que busca promover el liderazgo de mujeres LGBT+ en los negocios. Sin embargo, co-presidió un evento de esta iniciativa con Martine Rothblatt, un hombre transgénero que se identifica como mujer. Un hombre trans ocupó un papel central, que debería haber sido reservado para una mujer, una vez más, como ocurre en los deportes donde las niñas son arrinconadas.
Estamos asistiendo a una cosificación del sexo femenino, a una explotación del dimorfismo sexual a favor de entramados empresariales y causas pseudofilantrópicas.
Según el escritor y profesor de psicología José Errasti, autor de los ensayos “Nadie nace en un cuerpo equivocado” o “Mamá, soy trans”, la financiación para asuntos relacionados con las personas trans se multiplicó por ocho solo en el segmento 2003-2013, desplazando a las causas lésbicas, gay o bisexuales. Errasti da cuenta del exponencial crecimiento de clínicas de género que se ha dado en Estados Unidos: la primera abrió en Boston en 2007, actualmente hay más de 300. Estas clínicas ofrecen la “ansiada” afirmación de género a través de complicadas cirugías irreversibles y procesos de hormonación cruzada cada vez a edades más tempranas. No es de extrañar que un mercado tan rentable haya pasado de valer 8.000 millones de euros anuales a más de 3 billones de euros en tan solo cinco años.
Citando un extenso estudio llevado a cabo por la alianza Contra el Borrado de las Mujeres, que a su vez toma datos de los textos de Bilek: ¿cómo es posible que la ideología de la identidad de género, que da cumplimiento a los deseos de un 0,1% de la población, se haya propagado tan rápidamente y de manera tan viral?
La respuesta es: el dinero.
Un viejo conocido, La Open Society de Soros, también apoya financieramente a organizaciones dirigidas por personas trans o que trabajen por el reconocimiento legal de la identidad de género. Entre ellas, Transgender Europe: 140 organizaciones en 44 países.
La empresa biofarmacéutica Gilead Science dona 5 millones de dólares anuales a asociaciones como Transgender Day of Remembrance, que trabaja para cambiar leyes en beneficio de la ideología trans.
La Fundación Arcus, mayor proveedor de fondos a organizaciones LGTB de Estados Unidos, destinó 74 millones de dólares a la promoción de la ideología de la identidad de género, solo entre 2016 y 2021.
Para cambiar leyes, el Fondo W. Haas, dirigido por el CEO de Levi Strauss, y su esposa Evelyn, apoyan con subvenciones a organizaciones que promueven los derechos de las personas transgénero, incluyendo litigios en la Corte Suprema para ampliar sus privilegios legales. El fondo destina grandes cantidades a varias entidades clave, como el Centro Nacional para la Igualdad Transgénero (1.150.000 dólares), el Centro de Derecho Transgénero (1.216.000 dólares), la Fundación Tides, la ACLU y Lambda Legal.
Funders for LGBTQ Issues, una estructura de más de 75 fundaciones, corporaciones e instituciones financieras, inyecta más de 100 millones específicamente a comunidades de lesbianas, gays, bisexuales, transgénero y queer. Algunos de los receptores destacados de estas ayudas son:
- La Asociación Internacional de Lesbianas, Gays, Bisexuales, Trans e Intersex (ILGA) es una red global que agrupa a 1.679 organizaciones en 162 países, con el objetivo de apoyar a todas las identidades de género. ILGA influye en foros de derechos humanos y organismos internacionales como la ONU.
- GATE, una consultoría apoyada por la Open Society que promueve la “despatologización” (es decir, la eliminación del análisis crítico de las motivaciones “trans”).
- La ACLU (American Civil Liberties Union) declara en su web que defiende “el derecho de las personas transgénero a ser ellas mismas. Estamos luchando contra la discriminación en el empleo, la vivienda y los lugares públicos (incluidos los baños) al tratar de agregar protecciones transgénero claras a la ley y presentar demandas bajo las leyes que ya existen”. En la práctica, llevan a cabo una defensa activa de los hombres que compiten en torneos deportivos como mujeres, defendiéndolos por la vía legal cuando es necesario.
La lista es interminable. Los beneficiarios de todo este flujo de dinero apuntalan las políticas del “sexo sentido” y perpetuán una estructura que mueve cantidades indecentes de dinero y que permea la política, la educación y la salud.
La mujer es un sujeto autónomo
La identidad femenina es una vivencia autónoma y única, arraigada en la biología y en la historia; es un hecho tangible y no un concepto flexible que pueda ser gobernado o alterado por quienes no lo experimentan.
La mujer no necesita adaptarse a los deseos de otros ni acomodarse en moldes creados para diluir su identidad en nombre de "inclusión" o "progreso".
Definir a la mujer como sujeto autónomo significa reconocer que su identidad no es un constructo que puede reinterpretarse según ideologías o tendencias. Es una experiencia inalienable, ligada a una biología que ningún discurso postmoderno que intente incluir a hombres o personas trans (que pueden vivir en sociedad como les dé la gana peor que nunca pertenecerán a un sexo en el que no han nacido) puede borrar.
Las mujeres han luchado demasiado para ver ahora su identidad diluida o interpretada por aquellos que no viven la experiencia femenina, y esa lucha por la autonomía no debe ser despojada ni limitada.