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13 diciembre, 202416 de Diciembre 2024
Me pregunto si ha llegado el momento de renombrar el feminismo, en una época en la que se ha manoseado tanto el término que ya nos repulsa su contenido.
¿Cuál es el camino correcto del feminismo?
Es una cuestión con fácil respuesta: centrarse en la igualdad del hombre y la mujer, pero sin pretender que hombres que han nacido como tal sean lo mismo que una mujer. Si tienes pene y testículos, eres un hombre biológico y da absolutamente igual que quieras que te llamemos María. Pretender que los sexos sean el resultado de caprichos y sentimientos individuales es una ficción peligrosa. Identificarte como mujer NO te hace mujer.
Las mujeres no necesitan performar un estado de feminidad para ser mujeres: lo son desde que se levantan hasta que se acuestan. Y la genética termina de resolver el asunto: si tu par es XY, no hay más que hablar. Como indica un documental de 2022 denominado “Qué es una mujer” (o mi hija según se lo he preguntado): somos un ser humano femenino adulto. Así de simple.
Competir contra mujeres siendo un hombre
Por eso me dan ganas de gritar cada vez que veo a un hombre en un pódium deportivo después de haber competido con mujeres. Nació Manuel, con genitales, caracteres secundarios y cromosomas de hombre y tiene que competir con los hombres. Es injusto hacer lo contrario.
Las bobas de las feminazis absolutas víctimas de la agenda 2030 no se enteran de lo que está pasando. Para los globalistas – Soros, Rothchild, Rockefeller, Bill Gates y el resto de la banda – este asunto va de pedofilia y de eliminar identidades para dominar seres sin sentido que se pelean por las banalidades que ellos han creado pensando que son libres. No son más que burras detrás de una zanahoria.
Y por si no se han dado cuenta estas feminazis, la mujer no pinta nada para el globalismo. ¡Igual que los hombres! Y cuándo toca elegir entre cualquier otro aspecto de la Agenda 2030 y la mujer, pregúntense quién prima.
Si la mujer fuera importante, si la igualdad fuera importante, entonces situaciones como las que se están dando jamás estarían ocurriendo. No puede ser que una nadadora tenga que ducharse y cambiarse después de haber perdido una competición contra un tío de dos metros con pene y testículos que además está como una puñetera cabra porque ha decidido pasar a llamarse María y competir contra mujeres. ¿Me puede explicar alguien qué tipo de estabilidad mental puede tener un ser con esas características? Casos como los de Lía Thomas, un hombre biológico y nadador mediocre que pasó a la categoría femenina logrando (sospechosamente) varios títulos desde su “transición” en 2022, se están replicando por todo el planeta. Verdaderos delirios que tienen, además, el beneplácito de las organizaciones de deportistas. Se está legislando en base a sentimientos propagandísticos, construyendo una sociedad hipócrita, donde las opiniones se toman por ataques, donde cualquier manifestación defendida desde la ciencia y la razón provoca que algún colectivo se ofenda. Es un delirio social.
Y respeto la transexualidad, igual que yo no compito con niñas de 12 años en un torneo de tenis, las personas trans tendrán que competir con su sexo biológico o entre ellos, pero no contra las mujeres cuando se trate de hombres. Es cuestión de características físicas de base.
Bobas, bobas, bobas. Y es que somos muy bobas dejando que esto ocurra. Todas las mujeres deberían dejar de competir en señal de lucha. Deportistas, por favor, DEJAD DE PRESENTAROS A LAS COMPETICIONES. No podéis tolerar que esto ocurra. Es una absoluta vergüenza.
Dictadura queer
No estamos hablando de futuribles. Las instituciones están apoyando esta dictadura queer con leyes promulgadas a puerta cerrada y con carácter de urgencia. En un clima crítico con las disidencias, se dio luz verde una norma que no exige someterse a terapias o procesos médicos concretos para modificar la mención registral del sexo: la llamada “autodeterminación”. La conocida como “ley trans” (en realidad “Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI”), que entró en vigor en marzo de 2023, trata de hacer la vida más fácil a las personas trans que, hasta ese momento, tenían que atravesar un espinoso protocolo, a veces estéril y humillante. Está claro que una cosa es la biología, que nos marca una estrategia reproductiva y unos caracteres físicos concretos, y otra cosa es cómo nos queremos presentar al mundo. Esa es la maravilla de la diversidad. Pero lo que dice la ley no es que podamos cambiar nuestro tratamiento en sociedad, sino la mención al sexo, desarticulando cualquier cosa que “sexo” quiera decir. De hecho, el texto marca que todos los derechos aplicables a la persona se harán de acuerdo con la nueva condición, con una excepción. En los epígrafes 3 y 4 del artículo 41, se explica que la rectificación de la mención registral relativa al sexo no alterará el régimen jurídico aplicable a la persona con anterioridad a la transición, a los efectos de la Ley de Protección contra la Violencia de Género. Es decir, si has nacido con sexo masculino, no podrás beneficiarte de la protección que como mujer tendrías en caso de encajar en los supuestos recogidos en la ley de Violencia de género, pero sí podrías hacerlo si eres una mujer que ha transicionado jurídicamente al sexo masculino. La propia ley reconoce que es una contradicción pretender falsear el sexo, que es una realidad que no se puede cambiar, que produce inseguridad jurídica y que la narrativa trans es una ficción; un engaño colectivo para paliar el descontento individual con los estereotipos y roles de género y soportar la presión social.
El propio equipo de gobierno que ha aprobado la ley utiliza deliberadamente un vocabulario ambiguo para referirse a la autodeterminación y, sin mencionar lo que realmente se dice, que cualquiera puede cambiar su sexo social y jurídicamente con solo manifestar su deseo, habla de “ser quien realmente quieres ser” o “ampliar derechos”. Así, en general.
El feminismo está viciado por las luchas que a cada uno le apetezca defender. Se ha convertido en un cajón de sastre de la disidencia, un contenedor de reivindicaciones diversas. Si históricamente luchaba porque la única diferencia entre las personas fuese el cuerpo, ahora nos encontramos con que hombres y mujeres se están redefiniendo en base a situaciones y emociones individuales lo que significa pertenecer a uno u otro sexo, y las leyes se están escribiendo en base a estas voluntades. Vamos, que estamos saliendo de unos esquemas cuadriculados que marcan lo que debe ser una buena mujer para meternos en otros, en vez de reconocer que hay millones de maneras de ser hombre o mujer.
Al sistema le interesa que ser mujer no signifique nada, transformándolas en bienes de consumo; cromos intercambiables a los que fingen dar voz, pero a los que nadie escucha. Ser mujer ahora es una “identidad” revocable. No podemos tolerar que se nos ridiculice de esta manera o, en el mejor de los casos, se nos siga imponiendo el papel de eternas víctimas, objetos oprimidos sin opciones para defendernos por nosotras mismas. Y es que cualquier punto de vista que se atreva a cuestionar que la mujer sea una víctima del sistema será señalado y desactivado. Así que, resuenan más vivas que nunca las palabras de la dramaturga y activista Simona Levi cuando dice: “El feminismo victimista rebaja a las víctimas. Es difícil considerarlo emancipador y transformador si se apoya en algo absolutamente aceptado por el patriarcado. Ser víctima es uno de los requerimientos del patriarcado a las mujeres. Solo como pasivas y víctimas las mujeres han podido ser consideradas. Perpetuar este rol no aporta ningún cambio sustancial a la condición de la mujer”. Para que seamos iguales, el victimismo debe ser borrado del orden del día de cualquier lucha.
Las mujeres no necesitan asumir cada mañana que tienen un papel en el que encajar en esta sociedad para justificar sus actos. La inmensa mayoría tiene una mirada amplia, en la que se encuentra el hombre en su importante posición de hijo, marido, padre y abuelo además de amigo, conocido o colega de trabajo. La perspectiva reduccionista de un feminismo radical que se crece en la confrontación, apartando al hombre a los márgenes, y que castiga cualquier atisbo de feminidad, no aporta nada a las personas con problemas reales. Si la feminidad, además, es un factor que castigar porque tiene el peligro de tomarse como definición de “mujer”, ¿quién establece los niveles válidos de la misma? Me resulta curioso que hasta los discursos empoderantes de muchas artistas se critiquen porque llevan tal o cual ropa. Las feministas radicales terminarán midiendo el largo de la falda, tiempo al tiempo. Siempre he pensado que “abolir el género”, que es una estructura compleja que va más allá de la ropa y los complementos, es una lucha estéril, similar a querer abolir los días de la semana. No se trata de eliminarlo, porque es imposible, sino de no permitir que nos defina y contamine nuestras ganas de crecer y relacionarnos.
Sobre este punto de vista hueco y llorón dijo la escritora Carmen Posadas en una entrevista en noviembre de 2022: “No me gusta el feminismo victimista que ahora predomina: «Yo no he llegado a nada en la vida porque los hombres son malvados y me han impedido que me exprese», «soy un genio, pero nadie me lo reconoce porque soy mujer» y cosas por el estilo. El victimismo es bastante mala política porque, si la culpa siempre la tiene otro, tú nunca haces nada por progresar. No me identifico con eso. Sé que para las mujeres son más difíciles un montón de cosas, pero lo que me va a mí es la pelea. El que resiste gana y el que pelea también”.
El paternalismo es fuente habitual de críticas. Es lícito que no nos guste que nos traten como niñas, como personas a medio hacer. Entonces, ¿por qué perdonamos las actitudes “maternalistas”, que infantilizan y apuntalan un clasismo de abajo arriba? Las diferencias estructurales existen, abonadas durante décadas de historia dominadas por hombres con ninguna intención de ceder terreno, pero las reivindicaciones del siglo XXI no pueden ser las del siglo XIX o las de los años 60 del siglo XX. Esas diferencias estructurales se combaten desde dentro, estando a la altura de las circunstancias y también sin perder la perspectiva de que hay mujeres mucho menos afortunadas que otras.
Las cuotas de poder tampoco son lo que el feminismo necesita, a pesar de que se puede reconocer en ellas un valor simbólico, que pone sobre la mesa cuestiones como la maternidad y las dificultades para conciliar, que se ceban en las mujeres. Son una herramienta dudosa porque se corre el peligro de enquistar los problemas, dando argumentos a aquellos que achacan a las mujeres el tener una piel demasiado fina. La paridad a toda costa desplaza a los méritos y a la competencia.
Los movimientos sociales acomodaticios y neuróticos, que eternizan los tópicos y otorgan una superioridad moral al que peor lo pasa, no funcionan; vienen con defecto de fábrica. Es necesario abordar el feminismo desde una óptica distinta y valiente: una mujeridad (womanism) que nos permita seguir avanzando sin polarizar las relaciones, donde se respete a las mujeres sin usurpar sus puestos, donde se deje de dar un altavoz a las feministas radicales colaboracionistas y propagandistas que pierden el tiempo mientras la agenda globalista arrasa con la Humanidad en su conjunto.