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Resulta sorprendente que en apenas unos pocos años nos hemos acostumbrado a enviar y sobrecompartir nuestros documentos de identidad con una infinidad de compañías, sin pararnos a pensar en todas sus implicaciones. La apertura de una cuenta bancaria, la contratación de un suministro u operadora telefónica, un seguro… Todos ellos quieren copia de nuestro DNI o pasaporte, además de un selfie e incluso que nos grabemos o aportemos datos biométricos. En Londres, por ejemplo, el colegio alemán pide autorización para recoger biometría dactilar a los niños de la guardería. Un ataque a la privacidad más fundamental de nuestros menores, cada vez más esclavizados por un sistema que no respeta sus derechos fundamentales.
Por diversos motivos como el ataque bioterrorista del coronavirus en 2020 perpetrado por las élites globalistas al resto de la humanidad, el concepto de privacidad se está relajando hasta límites insospechados. Es patente nuestra falta de celo a la hora de pulsar el botón de “enviar”. Sin darnos cuenta, lo que está en juego cuando damos permisos a una empresa para guardar nuestros datos no es ni más ni menos que atributos relacionados con nuestra identidad: quiénes somos.
La ingente información compartida diariamente no está exenta de peligro, pues se expone a una posible brecha de datos que acaban traficados en la dark web y son utilizados por piratas informáticos, escenarios inducidos por todas las medidas de presión social aplicadas con la excusa de la peligrosidad de un virus similar a la gripe. Por una parte esta inusual situación está acelerando la transformación digital pero por otra está provocando que las corporaciones tengan que multiplicar sus esfuerzos en materia de seguridad a la vez que fuerzan a los usuarios a llevar a cabo procesos digitales en vez de analógicos o presenciales con el objetivo de reducir costes.
Como resultado de todas estas amenazas nace una preocupación no solo por proteger nuestra identidad digital sino por poseer el control real y efectivo de la misma, lejos de los mecanismos de las grandes compañías. La contraseña “segura” que creas para abrir una cuenta en cualquier servicio online no te pertenece. Está en manos de una corporación globalista que, además de aprovechar cualquier circunstancia para revender tu información, es susceptible de sufrir un ataque informático, como ya hemos visto. Se calcula que cada individuo tiene entre 130 y 200 servicios asociados a su correo electrónico, tal y como indica Fredrik Nilsson, CEO de Binaria Technologies y experto en identidad digital, lo que significa una cantidad incalculable de potenciales filtraciones y amenazas a nuestra privacidad.
Esta preocupación cristaliza en movimientos relativamente nuevos como la Identidad Auto Soberana (Self Sovereign Identity-SSI), que pretende dotar al individuo de poder para generar, controlar, almacenar y compartir sus credenciales de identidad sin intermediarios.
La libertad de elección está supeditada a las decisiones de las familias más ricas y sus fondos de inversión, reunidas en torno a esa apisonadora que es el Foro de Davos. No por casualidad las tecnológicas como Apple o Google se han afanado en establecer políticas proactivas para adelantarse a nuestras necesidades y hacernos creer que estamos decidiendo sobre las nuevas funcionalidades que adoptamos. El codicioso control globalista tiene múltiples implicaciones y la sombra de dirigir iniciativas que den poder al pueblo es demasiado alargada. Así que la Identidad Auto Gestionada (o IAG) nace con importantes defectos de fábrica. ¿Piensas que si el contenido de tu wallet no les interesa porque eres un ciudadano conflictivo no van a inutilizarte el móvil, cortarte los datos de acceso o congelar tus ahorros en tu banco? No podrás escapar porque tu coche eléctrico tampoco funcionará cuando te conectes a él porque te lo habrán inmovilizado, y no podrás expresar tu desacuerdo ni defenderte porque tu identidad digital se encontrará en elementos tecnológicos que no permitirán su uso.
Las identidades digitales auto gestionadas se basan en la descarga de aplicaciones respaldadas por gobiernos o enormes empresas globalistas. Su uso se lleva a cabo en dispositivos de hardware, sistemas operativos y otros elementos tecnológicos propiedad de las élites. Nunca alcanzaremos una soberanía real si dejamos que nuestra identidad circule en elementos tecnológicos propiedad de los que concentran el poder.
Podemos llegar a pensar que si dejamos atrás el sistema de contraseñas controlado por gigantes tecnológicos estamos escapando de su mercadeo y manipulación constantes. Sin embargo, hace falta iniciativa y al mismo tiempo respeto, responsabilidad y consciencia del valor de nuestros datos, y no pretender que nuestra identidad se proteja sola o dependa del paternalismo de las compañías o los gobiernos. Además, ¿qué sentido tiene que almacenemos y creamos controlar nuestros atributos de identidad, si cada elemento de la tecnología que utilizamos para hacerlo pertenece en realidad a un reducidísimo número de corporaciones?
Partimos además de la base de que el acceso a la tecnología es muy desigual según dónde nos encontremos. Nuestro origen determinará si disfrutamos de un teléfono móvil o conexión a Internet, elementos obvios en nuestra parcela “primermundista” y una carencia en muchos territorios que se traduce en falta de oportunidades, desventajas en el aprendizaje y limitada capacidad de innovación.
Para proteger las identidades y alcanzar la verdadera libertad, entendida como la capacidad autónoma en la toma de decisiones y control del yo, hay que democratizar la propiedad de la tecnología en todos los aspectos. Se debe luchar por hacerla accesible y adaptable a las diversas realidades, que cualquiera pueda entenderla y utilizarla y que todos seamos propietarios de la misma. Muchos países han dado un salto de gigante en la alfabetización digital de su población a golpe de ley. Ecuador, por ejemplo, redujo la brecha de analfabetismo digital en 18 puntos en muy poco tiempo gracias a sus políticas de democratización, llevadas a cabo en torno a 2014. Estas políticas se sustentaron en la dotación de conexión y equipos informáticos a centros educativos, la instalación de redes móviles en cantidad suficiente para que Internet llegara al 96% de la población y la inauguración de más de 700 de los llamados “infocentros”, para que las zonas rurales y las urbanas marginales también pudieran acceder a la red. Cabe destacar que de 2006 a 2013, el país multiplicó por 10 la cantidad de kilómetros de fibra óptica, en lo que fue una potente apuesta del Gobierno por universalizar la tecnología.
Cuando se han cumplido unos mínimos, empresas, educadores y legisladores deben trabajar por hacer de la tecnología una herramienta real de desarrollo. No se trata solo de que ante un escenario como el del ataque COVID-19 se nos fuerce a utilizar el ordenador o el móvil y se virtualice lo que antes era presencial, sino de hacer pedagogía, entender cuándo es necesario un entorno híbrido y formarnos en puntos de vista críticos alrededor de quién decide sobre nuestra relación con el mundo digital. Ese sería el principio de la independencia real.
Esa falta de sentido crítico es la que nos ha llevado a aceptar la desaparición del dinero en efectivo, a pesar de las reticencias de muchos sectores sociales a utilizar de forma generalizada las tarjetas de crédito. La justificación de tamaño giro no es otro que el peligro de contagio de un virus a través de billetes y monedas (o de manos, barandillas, etc) cuya letalidad es similar a la de la gripe estacional. Separarnos, dejar de tocarnos, para controlarnos. Eso por no mencionar que, aunque multitud de estudios ya han demostrado que el peligro del contagio por superficie es una fantasía, el cambio en el sistema ya está instaurado. Quitarnos el efectivo es una forma de manipulación que entronca con otras formas de cercenar derechos. En Estados Unidos el debate ha pivotado tradicionalmente en torno a la posesión de armas, con legislaciones más o menos flexibles según el estado. La narrativa sobre la libertad del individuo se estructura históricamente sobre este punto y se ha utilizado en política para mostrar adhesiones a los intereses del pueblo.
Internet está viviendo sus propias revoluciones. En la conquista de un mundo digital democrático y capaz de hacer frente a los monopolios, no es una utopía pensar en un reparto verdadero de la propiedad de la tecnología, basado en principios de responsabilidad y equidad. Una propiedad distribuida de la tecnología que evite que las pantallas negras en las que nos miramos sean manejadas por la oligarquía. Un modo de operar horizontal, autónomo e independiente, que nos haga dueños reales de cada elemento de la tecnología que utilizamos y por tanto de los datos, esta vez sí, que almacenamos y compartimos.
Los proyectos cooperativistas han sido en ese sentido punta de lanza de estos valores mejorando la práctica democrática, repartiendo la riqueza y en definitiva siendo un motor de igualdad social. Ejemplo de ello es el Grupo Mondragón, cuyo sistema de propiedad distribuida le ha permitido ser un referente empresarial no solo por una fantástica expansión que le ha convertido en el séptimo grupo industrial de España, sino porque a lo largo de sus casi 70 años de historia ha sabido diversificar su actividad sin abandonar los principios de soberanía del trabajo y la organización residente en el trabajador, libre adhesión, organización democrática, solidaridad retributiva o participación en la gestión. Esta es la prueba de que hay otras maneras de crear tejido productivo lejos de los grandes fondos de inversión y las prácticas abusivas de los oligarcas, desde un prisma inclusivo y equitativo. Y esto no tiene nada que ver con ser de izquierdas o derechas, tiene que ver con el sentido común que el jesuita José María Arizmendiarrieta consiguió instaurar entre todos estos vascos.
Es un hecho que la libertad de expresión en la red está comprometida. Incluso Elon Musk le ha preguntado su opinión a sus millones de seguidores en Twitter, cuestionando desde dentro el respeto a la diversidad que proclama la red social. El millonario, pocos días antes de anunciar que había adquirido casi el 10% de la compañía, realizó una encuesta en la que preguntaba concretamente si Twitter sufragaba con rigor la libertad de expresión como elemento esencial en el funcionamiento de la democracia. Un 70% de los más de 2 millones de personas que participaron respondió que no.
Musk ha sido portada en medios de todo el mundo por su conflictiva relación con Bill Gates al que acusa, entre otras cosas, de mantener una posición hipócrita en torno al cambio climático al no apostar por Tesla.
Pero no se ha conformado con ser parte de Twitter y acaba de adquirir la red de microblogging en su totalidad por un valor de 44.000 millones de dólares. La operación es una oportunidad de oro para demostrar si pondrá en marcha las novedades que se ha encargado de anunciar en su propia cuenta durante los últimos meses: eliminación de bots, botón de editar, autenticación humana, etc. Veremos si tal concentración de poder será utilizada para promulgar el verdadero humanismo. El hombre más rico del mundo declaró tras cerrar la compra: "Espero que incluso mis mayores detractores se queden en Twitter, porque eso es lo que significa la libertad de expresión”. De hecho, el magnate se definió a sí mismo como un “absolutista” de la libertad de expresión y se pronunció en contra del bloqueo a las fuentes de noticias rusas, a raíz de poner a disposición de Ucrania su servicio de internet por satélite Starlink.
Musk no se ha quedado de brazos cruzados ante el discurso globalista que decide qué es información y qué “desinformación”. Haciendo uso de su posición privilegiada les ha arrebatado la propiedad en una maniobra de lucha contra la censura sin precedentes.
Quizá este sea el principio del cambio de paradigma que necesitamos para conquistar la verdadera independencia. Democratizar mediante la posesión de la propiedad colectiva, distribuir y humanizar la tecnología. Para escapar de la censura ya habían aparecido proyectos como el navegador Brave o la red social Truth, impulsada por Donald Trump y que atraviesa últimamente por problemas de expansión real pero que supuso un golpe en la mesa ante, como dijo literalmente el ex presidente de los Estados Unidos, “la tiranía de las grandes tecnológicas”. Intentos de romper el férreo caparazón del pensamiento mainstream.
Además Internet va camino de sufrir una nueva metamorfosis que puede ayudar a abrir nuevos horizontes: la Web 3.0. Un marco descentralizado, más inteligente, que enlace con los intereses reales de las personas y las implique de forma creativa, en estrecha colaboración con las máquinas. La Web 3.0 no necesitará obligatoriamente de móviles y ordenadores, sino que podrá ser accesible en cada rincón a través de nuevos dispositivos. Difuminará las línea entre el mundo digital y el físico, gestionando grandes cantidades de datos para convertirlos en aplicaciones reales y útiles para el usuario. La navegación será más personal, respetuosa y productiva. Este nuevo espacio, también conocido como web semántica, hará que la búsqueda de información sea intuitiva y ligada a la comunicación natural humana. Pero necesitaremos que toda esta tecnología pertenezca a las personas, o las mismas y sus identidades serán en realidad propiedad de la oligarquía globalista.
Como ha demostrado Elon Musk, la humanidad tiene que hacerse dueña de la tecnología. No solo necesitamos una tecnología distribuida sino la propiedad de esa tecnología también distribuida. Cuando me compre un portátil o un móvil, debo convertirme en accionista propietario de esa compañía, y como cliente tener los mismos derechos o muchos más que un inversor. Solo así vamos a escapar del yugo de Rothchild, Gates, Rockefeller y toda la élite esclavista: dueños actuales de la tecnología en la que se sustenta actualmente blockchain y de los equipos en los que se mina una tecnología que se nos vende como la salvación pero que solo significará “libertad” al ser distribuida.
La tecnología, sobre todo en aquellos factores concernientes a la identidad, merece un foco de atención que nos ayude a tejer relaciones humanas y responsables; que nos haga levantar la cabeza y darnos cuenta de que tenemos más poder del que creemos. Tenemos que recuperar la propiedad de la tecnología y distribuirla. Inspirémonos en Elon Musk pero de forma colectiva.