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Mientras el foco estaba puesto en la Covid-19 y en las cifras de supuestos fallecidos “con” o “por” el virus, otros números muchos más dramáticos quedaban ocultos ante los medios de comunicación y la opinión pública. Hablamos de cifras escalofriantes de abortos; casi 43 millones de niños no nacidos en todo el mundo durante 2021. Esta cifra la obtenemos de páginas de referencia como Our World In Data o Worldometer, que ofrecen datos en tiempo real, ya que la mayoría de las fuentes remiten a 2020 como último año de registro.
Estos 43 millones de niños no nacidos suponen 7 veces más que los muertos por cáncer, casi 10 veces más que las muertes asociadas al consumo de tabaco o 100 veces los fallecimientos por gripe estacional. Si tenemos en cuenta que en el pasado año nacieron cerca de 139 millones de niños, llegamos a la conclusión de que una cantidad equivalente al 23% de los niños concebidos ha terminado en un aborto. El dato coincide con el ofrecido por Amnistía Internacional, que habla de uno de cada cuatro embarazos interrumpidos alrededor del mundo. Lógicamente, las legislaciones a este respecto difieren mucho de unos países a otros, lo que hace que las condiciones en las que se produzcan estos abortos sean también muy diferentes en cuanto a seguridad de las mujeres. Las circunstancias empeoran y las cifras crecen en aquellas naciones que mantienen leyes muy restrictivas sobre este tema y donde la educación sexoafectiva y el acceso a métodos anticonceptivos es menor. África, Centroamérica, Sudamérica y el sur de Asia concentran los países con leyes más duras, con menos supuestos contemplados por los que se puede abortar. No obstante, la tendencia mundial se mueve hacia el aperturismo y la puesta en funcionamiento de sistemas sólidos que protejan a las mujeres en un momento tan difícil como este. Cerca de 50 países han legislado a favor del derecho al aborto en los últimos 25 años. Lo que está claro es que el aborto es un asunto que necesita de una regulación inteligente. Ignorar que muchas mujeres se enfrentan a embarazos que ponen en peligro su integridad, en situación de desamparo y exclusión… no soluciona el problema.
En España, aproximadamente 1 de cada 5 embarazos acaba en aborto. Según datos oficiales del Ministerio de Sanidad, durante 2020 se practicaron casi 88.300, lo que significa un ligero descenso con respecto al año anterior, aunque sigue siendo un número alarmante. Como dos noticias se entienden mejor juntas, conviene saber que las ayudas para abortar en nuestro país suponen 10 veces más que las destinadas a la mujer embarazada, tal y como podemos ver reflejado en el último Mapa de la Maternidad elaborado por la fundación Red Madre. Las Comunidades gastan unos 3,4 millones de euros para apoyar a las embarazadas, frente a 32 millones para aquellas que deciden interrumpir la gestación. Red Madre denuncia que el Estado se no se ha molestado en proteger las madres en situación de vulnerabilidad mientras sí ha redoblado esfuerzos para facilitar el proceso de aborto. En el desglose por Comunidades Autónomas, el estudio muestra que aquellas que destinan mayores fondos a embarazadas y nuevos nacimientos experimentan una cifra menor de interrupciones. Por ejemplo, en el caso de Galicia, la tasa de abortos se sitúa en 14 por cada 100 mujeres embarazadas, siendo la Comunidad que más invierte en ayudas; al contrario que en Canarias y Baleares donde las embarazadas no pueden acogerse a ninguna prestación y las tasas de aborto están alrededor del 25%.
En un país que se tiene por desarrollado debería ser compatible una férrea protección de los derechos de las mujeres y al mismo tiempo una apuesta por la vida de nuestros hijos. Como decía Michael Schooyans, teólogo y filósofo belga recientemente fallecido: “ningún ser humano puede convertirse en propiedad de otro. Ahora bien, el niño por nacer no es un órgano de su madre; es un ser único, distinto, con su propia individualidad”. Nuestra madurez como ciudadanos nos hace comprender que no todos los niños son fruto del amor. Sería ingenuo pensar lo contrario, pero el paso previo a una interrupción del embarazo es afirmar que los derechos de la madre están por encima de los del niño y asumir que la vida del no nacido no merece ser vivida. Estos axiomas pone encima de la mesa Schooyans para darnos cuenta de que el aborto no es un acto puntual, sino la defensa permanente de unas jerarquías muy concretas: madres sobre hijos, ricos sobre pobres, personas normativas sobre personas con discapacidades…
La protección de madres y niños solo se puede conseguir atacando la cuestión desde diversos flancos. La nueva “Ley para la protección de los derechos sexuales y reproductivos y la garantía de la interrupción voluntaria del embarazo” desarrollada por el actual gobierno refuerza la educación sexual en las distintas etapas educativas, una carencia histórica de nuestro sistema que se hace más necesario que nunca solventar ahora que niños y adolescentes se forman sexualmente a través de la pornografía, lo que acarrea distorsiones emocionales y profundos problemas de conducta y madurez. Lo que es contradictorio entonces es que esta ley defienda que una menor de edad de 16 o 17 años pueda abortar sin permiso paterno. No puede conducir o votar en unas elecciones, pero puede tomar una decisión tan importante en su vida, quizá la más importante, sin la referencia y el consejo de un adulto como es matar a un ser por nacer. No solo eso, sino que se eliminan dos pasos obligatorios hasta ahora: el periodo de reflexión de 3 días y la información sobre ayudas a la maternidad. Las mujeres decidirán si quieren obtener esta información, que les será entregada en un sobre.
Multiplicar apoyo y acompañamiento para que el aborto sea la última opción, y además invertir en ciencia, es fundamental. En primer lugar, todas las mujeres deberían tener acceso a las pruebas más sofisticadas de detección de enfermedades de origen genético para evitar diagnósticos erróneos y por ende interrupciones del embarazo evitables. Democratizar los servicios de salud en este sentido al máximo. No puede ser que solo aquellas que lo deseen puedan tener la capacidad de invertir en un test genético completo y otras mujeres con menos recursos no tengan esta opción a su disposición. En segundo lugar, es fundamental una apuesta decidida y firme por la investigación para proteger la salud de la madre y el nonato y solucionar problemas durante la gestación una vez se ha decidido llevarla a término.
La gran mayoría de los abortos, más de un 90%, se lleva a cabo en clínicas privadas concertadas. En total, esta industria mueve cerca de 40 millones de euros anuales solo en España. Tales cifras suponen un lucrativo negocio que estos centros promueven y luchan por mantener. No hablamos solo de los ingresos directos del “servicio” que prestan a las madres, sino del tráfico descarado de tejido fetal que las clínicas promueven para que las farmacéuticas lo utilicen en experimentación y producción. En Estado Unidos la polémica se aviva regularmente, con las miradas dirigidas a Planned Parenthood, una organización con decenas de clínicas repartidas por todo el país y que obtiene fondos, entre otros, de la Fundación Gates. Planned Parenthood suele maquillar sus datos para que parezca que los abortos son un porcentaje menor de los servicios que ofrecen, pero diversas comparativas demuestran que la compañía organiza los abortos bajo distintas etiquetas para diluir los números. Planned Parenthood prioriza las interrupciones del embarazo sobre otras opciones y solo al 10% de las mujeres aproximadamente se les ofrece ayuda prenatal o son referidas a agencias de adopción. Hablamos de una compañía que practica más de 300.000 abortos anuales, según datos oficiales. Tras el escándalo surgido en 2015 en el que Deborah Nucatola, directora de servicios médicos de Planned Parenthood, confesaba que se alteraban los métodos de aborto para obtener órganos y venderlos, algunos estados retiraron su financiación y después… nada más. Nucatola hablaba abiertamente de dinero en aquellos vídeos, grabados con cámara oculta: entre 30 y 100 dólares por “espécimen”, lo que nos hace darnos cuenta del volumen del negocio.
Actualmente, las farmacéuticas siguen participando de este mercado del horror, centradas en la propagación de sus sueros tóxicos anti covid. Una auditora de calidad del gigante Pfizer sacó a la luz comunicaciones internas que pretendían ocultar la utilización de fetos en la producción de las vacunas. La obtención de los tejidos implicaba que se extrajesen órganos de los bebés todavía vivos. La genetista Theresa Deisher recuerda que estas prácticas se están llevando a cabo desde hace más de 50 años y corrobora que estas cadenas celulares procedentes de embriones llegan al producto final: las vacunas de Pfizer y también las de Moderna y el resto de vacunas autorizadas. La asociación America’s Frontline Doctors declaró, conforme a sus investigaciones, que estaban “bastante seguros” de que se están utilizando células fetales abortadas para desarrollar muchas vacunas infantiles y las vacunas COVID-19. Más concretamente, el doctor Stanley Plotkin, que trabajó en la vacuna de la rubeola, explicaba que “debido a que se necesita tejido vivo para el cultivo primario, estos abortos a menudo se realizan mediante el método de la «bolsa de agua» que da a luz a los fetos (entre 2 y 4 meses de gestación)”.
En Estados Unidos, el derecho sobre la interrupción del embarazo está de nuevo en el centro del debate ahora que se estudia anular la sentencia del caso Roe vs Wade de 1973. Esta sentencia es la que permitió que las mujeres accedieran al derecho al aborto legalmente y su anulación significaría que la regulación quedaría en manos de cada estado, con la previsible oposición de los más conservadores. Hablamos de un país en el que las grandes empresas privadas como Apple o Amazon financian los gastos derivados de los abortos a sus trabajadoras, vendiendo la medida como una manera de atraer talento. Las compañías mercantilizan así con un proceso tan duro y complejo como es la interrupción de una gestación. La misma frivolidad con la que se presentó un plato llamado “Feto en su líquido amniótico” en el restaurante Mugaritz hace unas pocas semanas; un gesto grotesco que buscaba “desconcertar y sorprender”, pasando por encima de la profundidad que existe en un embarazo y también del buen gusto más elemental. El aborto como bien de consumo.
La industria abortiva no tiene nada que ver con “salud reproductiva” y la defensa de los derechos de las mujeres. Tiene que ver con una agenda perfectamente coordinada en la que son elementos estructurales las clínicas, que no quieren perder la oportunidad de llenarse los bolsillos presionando a las embarazadas y comerciando con los fetos, las farmacéuticas, que no tienen ningún pudor en utilizar tejidos y órganos para producir sus inyecciones letales, y la élite millonaria que, en estrecha asociación con la clase política, ataca la vida desde sus cimientos para cumplir con los objetivos de merma de la población y concentración de poder.
Como madre de cuatro hijos y firme defensora del derecho a serlo, hago un llamamiento para que entre todos destruyamos esta industria maquiavélica abortiva, otorgando por ley la opción a las mujeres que interrumpen su embarazo a solicitar la no comercialización del pequeño que no han podido sacar adelante. Ellas no deben ser el foco de atención de una situación difícil de comprender, pero el consumismo y capitalismo promovidos por las élites y las grandes corporaciones, se aprovechan de una mujer desconocedora de las graves consecuencias de esta decisión que perpetua un nefasto negocio y deben ser abolidos de inmediato.
Convirtámonos en una sociedad que apoye al bebé y a la mujer. Ayudemos a la mujer y a los hombres a sacar adelante a sus pequeños. La interrupción del embarazo no debe ser sinónimo de industria abortiva. Dejemos de ser productos para las élites globalistas y centrémonos en financiar que nuestros hijos salgan adelante a través de ayudas a la vida, siempre respetando a aquellas mujeres que decidan no seguir adelante con su embarazo dentro de unos plazos y circunstancias razonables para llevarlo a cabo.